Resulta llamativo que en los sistemas habituales de enseñanza donde nos desarrollamos no se consideren las emociones o la gestión de las mismas como parte del proceso de creación de un adulto sano, responsable y equilibrado. En este punto haremos especial énfasis en la importancia de educar en en el campo de las emociones.
Guy Winch, doctor en psicología por la Universidad de Nueva York y miembro de la American Psychological Association (APA), expone que todos vamos al médico cuando sentimos un dolor persistente o algún síntoma anómalo. En cambio, no vamos a consultar a nadie cuando sentimos culpa, soledad o pérdida. Se da por hecho que tenemos que gestionar sin ayuda y sin orientaciones las emociones que sentimos. En relación a este punto, hace referencia al concepto «higiene emocional».
Señala que “hace 100 años, la gente comenzó a practicar higiene personal y la tasa de esperanza de vida aumentó en más del 50% en apenas unas décadas. Creo que nuestra calidad de vida podría aumentar de forma igual de drástica si todos empezamos a practicar higiene emocional”. Y se pregunta: “¿Se imaginan cómo sería el mundo si todos fuéramos psicológicamente saludables?” (Winch, G., 2014).
La familia es el lugar donde se establecen los primeros vínculos, relaciones y emociones. Los padres (reales o simbólicos) son para los niños sus referentes vitales, por lo que es fundamental que primero los padres aprendan a identificar cómo se sienten. La escritora y filósofa Elsa Punset nos recuerda que “enseñamos a los niños a leer, escribir o vestirse, pero ¿qué hay de sus emociones? (…) Educar las emociones puede convertirse en la llave para la libertad de las personas” (Rodrigo, A, 2015). La educación podría ir más allá de instruir en habilidades y educar en capacidades emocionales. El ser humano es un ser social. De pequeños aprendemos imitando a los adultos, tanto si son personas reactivas como si son personas conscientes de las emociones que sienten. Las emociones siempre se educan. Por ello, podemos decir que la función que cumplimos como padres, sobre todo cuando los niños son aún pequeños, es la de protegerlos, orientarlos y ayudarlos en todo lo posible. Sin embargo, esta función parental sólo tiene un objetivo real a largo plazo: crear adultos libres, capaces y autónomos.
Como en la música, los silencios son tan importantes para la composición final como pueden serlo las notas. Extrapolado a la crianza, el espacio que se les dé es tan vital como la atención. Ambos son los factores que confluirán en el aprendizaje. Este balance deberá cambiar según la etapa en la que se encuentren.
Nadie nace sabiendo ser padre o madre. Es algo que se aprende con la práctica y que supone un aprendizaje igualmente intenso y complejo, tanto para los progenitores como para los hijos; es un proceso conjunto y bidireccional. Un padre o una madre se desarrolla al mismo tiempo que un hijo o una hija. No podemos olvidar que, aunque han venido a través nuestro, no son nuestros.
Cuando creemos saber lo que más les conviene o evitamos que cometan errores, lo que estamos haciendo es retrasar su aprendizaje, prorrogar un error en el tiempo, esperar que lo cometa cuando quizás más le cueste redimirlo. Haciéndolo les privamos de la experiencia de permitir la evolución de la conciencia, que se consigue gracias a vivir experiencias adversas y cometer errores. Pueden repetir curso, sufrir desengaños amorosos, vivir conflictos interpersonales con sus amistades o conocer la decepción o el desengaño, sin que todo ello suponga un drama. Al contrario, son sus oportunidades de crecer, no tenemos el derecho de arrebatárselas. Decía el poeta Lucian Blaga que “la niñez es el corazón de todas las edades”. Normalmente, los padres que pecan de sobreproteger a sus hijos tienen algo en común; suelen venir de ambientes familiares donde no se sintieron seguros o protegidos. Por esta razón, proyectan su indefensión en sus hijos y, en ocasiones, suelen cometer el mismo exceso que ellos vivieron pero en polaridad contraria. Sobreprotegiendo a un niño se generan las mismas inseguridades que cuando se carece totalmente de protección.
Pablo Fernández-Berrocal, catedrático de Psicología de la Universidad de Málaga, refiere que muchas de las investigaciones en neurociencia de los últimos 20 años corroboran que para educar la razón es necesario educar las emociones y que debemos enseñarlos a la par como dos complementos inseparables. Esto acabará resultando decisivo para afrontar la vida profesional y personal. Hay datos que indican que con la inteligencia emocional se facilita el rendimiento escolar, disminuye la ansiedad y mejora la claridad y comprensión del niño.
La educación de las emociones no es un lujo, es una necesidad a afrontar desde las etapas iniciales del sistema educativo y con un firme propósito: aprender a convivir y ser felices. La inteligencia emocional para el equilibrio personal, debe estar presente de inicio ya en las propias familias. No podemos delegar esta responsabilidad a colegios o institutos; debemos responsabilizarnos y poner la primera piedra en nuestros hogares, comenzando con cada uno de nosotros, para que los hijos tengan ejemplos claros donde reflejarse. La mejor herencia que podemos dejarles es nuestra coherencia emocional y un gran amor propio, junto al respeto hacia sí mismos y a los demás. La confianza en ellos mismos y el amor propio que se tengan serán los atributos que, algún día, harán de nuestros hijos personas que podrán lidiar con las adversidades. Hacerlo de forma equilibrada será su mejor baza ante la vida.
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